Tatita: -Nada se mueve sin riña
Caín: -¿Violencia?
Tatita: -No, dialéctica.
Terrenal, ciertamente, está muy lejos de lo divino y muy cerca de la humanidad: de lo tangible, de las significaciones sociales que construyen a cada momento los hombres y las mujeres.
El conflicto entre Caín y Abel es la lucha actual y atemporal en la tierra entre dos cosmovisiones presentes en la sociedad: la que prioriza y actúa en términos individuales y la que elige y valora el sentido de la comunidad. Es la parte que cree que siempre “algo es de alguien” (Caín) y la que supone que no hay dueños porque “todo es de nadie” (Abel). Caín es la exageración de la lógica capitalista de la eficiencia que se choca a diario con el disfrute; es la validación del cálculo del porvenir en detrimento del ir. Es la condena de la inexactitud.
La brecha que divide los dos submundos delimita también un vínculo entre hermanos donde debe quedar bien claro que “yo soy el correcto y él el desviado (…) yo soy el negocio y vos sos el ocio” (Caín). En este sentido, la corrección autoproclamada por Caín tiene que ver con reivindicar su posición a punto tal de no poder replantearse sus acciones.
“Sos tu propio morrón: grande, vacío y amargo”, le dice Tatita a Caín. Y es que el peor castigo es convivir con ese dolor constante de sentirse opacado por algo o alguien. Es pensar que el germen maligno está en una parte exterior, en una fuerza por fuera del propio cuerpo.
Creer que “usted me hace sombra” (Caín) descarta la posibilidad de que lo que le impide la luz sea el muro construido por él mismo “para delimitar lo propio de lo ajeno”, o haber elegido —porque a Abel le daba igual— la parte derecha del terreno para que “dé la sombra”. En definitiva, desecha la responsabilidad de sus propias elecciones.
“Si quiere sol, no use sombrero”, sugiere Abel. Y uno se sigue regocijando en ese guión fantástico que relata en cada palabra la cuestión identitaria que nos construyó y nos sigue construyendo todos los días.
Carla Bleiz
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