Me quedé con ganas de. Esa es una frase recurrente en Juan. Sus ganas se quedaron ahí, con las de “acostarme a su lado y quedarme ahì”, con las de “abrazarla pero”, con las “de irme”, con las de “cerrar la puerta de un golpe”. Esas ganas se contienen y resignifican en angustia; una angustia que atraviesa todo el libro.
A partir de su nacimiento el mismo día que su madre, Juan nunca se sintió único. Con fragmentos espacio-temporales desordenados, el protagonista narra su vida que, casi sin querer, se va entrelazando con la del personaje público Juan Larrea, miembro de la Primera Junta.
La ligazón de una historia individual con una referencia histórico-social resulta un recurso interesante de El espectador. Le da riqueza y coherencia al relato en su conjunto.
Es de escritura simple y ágil, y sugiere una lectura casi comestible.
Les dejo una de esas partes —por cierto muy divertida— que lo desanclan de la simple historia personal para fusionarse con representaciones sociales colectivas:
“A Ramiro le divertían las discusiones. Me acuerdo que en un raro momento de silencio, preguntó si alguien sabía por qué habían fusilado a Liniers. A mí me hubiera gustado irme para no escuchar lo que se venía.
-Lo mataron por traidor a la patria. El abuelo me lo contó –dijo Amalia Carolina.
-Que te vas a acordar vos del abuelo, si ni siquiera sabés el nombre de tus sobrinos, -le dijo La Queca.
-De mis sobrinos puede ser, pero lo que contó el abuelo me lo acuerdo. Me dijo que su padre era amigo de Larrea.
-Pero que disparate estás diciendo -dijo La Queca- en todo caso, sería amigo de Liniers, que era un caballero.
-Si no hubiera sido por ese franchute que echó a los ingleses -dijo Amalia Carolina- hoy, estaríamos como Estados Unidos.
-Vende patria -le gritó La Queca.
-Liniers era un calzonudo -dijo Amalia Carolina y todas se quedaron en silencio. La Queca se puso de pié y le tiró el agua de un vaso en la cara. Me levanté y salí. Me alejé de la casa, pero se seguía escuchando los gritos de mis tías” (p.60/61).
Carla Bleiz