La canción de invierno es como una hiel que ayuda a digerir algo doloroso con un sabor bien amargo. El sabor amargo es condición para que ese líquido que se escurre entre los intestinos contribuya con la digestión en espera.
La poesía del libro canta con una estructura fragmentada y una fugacidad que, a pesar de ser veloz, quema en cada paso. Es un fuego que se hereda y que retoma pedacitos de nuestro devenir tan individual como colectivo.
La siesta se alimenta de ausencia y dolor; de una máscara que cubre las palabras. Porque ya no le importan a nadie, ni a la legislación, ni a las comadrejas que compran la baratija de Argentina menemista.
Queda la huella del cadalso para el derrumbe y la muerte aislada de seres vulnerables, entre los cartones y el silicio. Es esa respiración silenciosa que duele pero que nadie oye.
En la dispersión de alusiones al cristianismo y al judaísmo, también están cruz diablo, espíritus, descreimiento, punteros y una chica con la remera de Greenpeace. Lo caótico se aclara cuando supura la espuma del vacío punzante: el de la canción a la intemperie.