El pueblo y la ciudad; los que viven toda su vida en un mismo lugar y los que se mudan a experimentar otros contextos. Tanto aquí como allá hay mezquindades constitutivas de cada uno porque, como dice Carmencita, “no hay nada tan puro que no se ensucie”. Ni los edificios, ni la bombacha de campo, ni los bizcochitos de grasa o la granola.
La manera de valorizar el propio espacio (con sus costumbres, prácticas y predominancias) es a través de la construcción de una otredad distinta. Así se ponen en cuestión las normas legitimadas en ese grupo social que ya no es el propio.
La dicotomía pueblo- ciudad funciona a través de varios tópicos que, en apariencia, trazan una línea entre ambos territorios: la vestimenta, el tipo de valoración del arte — en la que para algunos predomina la utilidad y para otros la estética—, la utilización de remedios caseros, el sentido de la comida —quien cocina como forma de amar y quien no come para no engordar—, la disyuntiva entre mercado industrializado y artesanal —en la que no conocer la bodega puede ser un motivo para no probar un sorbo de vino—, la solemnidad para tratar determinados temas.
Sin embargo, esos espacios que se construyen a raíz de sus vivencias y subjetividades confluyen en un mismo punto: la diferenciación que, con sus certezas y carencias, con sus ambigüedades y flaquezas morales, los hace cada vez más similares.
Contexto: Funciones los domingos 20 h, en Fandango Teatro (Luis Viale 108), Capital Federal, Buenos Aires, Argentina.
Carla Bleiz
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