Un día caminando por Tokio, y después de mucho buscar hidratos de carbono, encontré una pseudo-panadería. Agarré la bandeja y la pinza y me empecé a servir la docena. Estaba muy emocionada porque después de muchos días sin sabores argentinos al fín había encontrado algo parecido. Al menos en la cantidad de harina.
Paseé mi mirada por todas las especies de facturas hasta que llegué a esa: una bola de fraile que estaba muy pesada. Con intriga le pregunté al trabajador de allí qué llevaba dentro (al dulce de leche lo descarté luego de dos segundos) y me devolvió un convencido “red beans”. En ese momento le dijé “thanks” y en menos de lo que canta un gallo (me encanta usar esa frase) me dí vuelta y la dejé en su sitio original. Después recordé que sin ese prejuicio había comido (y me había gustado) ese relleno días atrás en una feria al aire libre, en la que tuve que ir con mi dorayaki al “Eating area” (igual que hay en plena vía pública un “Smoking area”). Evidentemente es una preparación muy común en la gastronomía japonesa.
Una pastelería en Tokio tiene como eje organizador de toda la película a los dorayakis, una delicia dulce formada por dos tapitas de masa tipo bizcochuelo con una capa abundante de porotos rojos en el centro. Con los dorayakis se crean metáforas de la soledad, de la sabiduría, de la búsqueda de perfección (“panqueques defectuosos”), del rechazo, de la estigmatización, de la tristeza (“cocinar pasta de frijoles rojos requiere sentimientos”).
Es un film lento, con algunos golpes bajos, pero con la gran decisión de incorporar a la coherencia interna al dulce japonés con distintos sentidos. Cuando hay un objeto que, además de referir al origen geográfico-cultural de la obra cinematográfica, aporta naturalmente a la construcción en cada una de sus escenas, me parece un laburo que debe reconocerse.
Les dejo una foto de mi dulce mordido.
Carla Bleiz