Despierto trémulo y en borrosa penumbra. Oigo voces lejanas, y detrás del olor nauseabundo persiste su perfume. ¿Estará a mi lado también cautiva? No consigo incorporarme. Tanteo, pero no la alcanzo. Y al susurrar su nombre compruebo horrorizado que me han arrancado los dientes. El terror descontrola mi vejiga, mi cuerpo todo. Paralizado, soy mi propio féretro.
¡Mona, mi amor, dónde estás!
Vanos, mis gritos confluyen en un salival sobre mi pecho.
Tampoco la encuentro al doblar la curva de mi senilidad: nonagenario y solo, desvarío postrado en un asilo.
Pablo Laborde
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